El soldado que vio el fusilamiento-La Madre que seguirá alumbrando


Página 12 

EL TESTIMONIO DE JOSE GAMBARELLA EN EL JUICIO POR LA MASACRE DE CAPILLA DEL ROSARIO

Gambarella estaba cumpliendo el servicio militar en 1974, cuando presenció el asesinato de militantes del ERP en Catamarca. “Vi caer al primer joven que salió con las manos en alto y a una queriéndose cubrir la cara, y vi caer a cuatro más”, contó.

Los combatientes del ERP fueron rastreados con helicópteros del Ejército.

 

Por Alejandra Dandan

En 1974 José Gambarella hacía el servicio militar en Catamarca. Ahora declaró como testigo en la causa por la masacre de Capilla del Rosario, que investiga el fusilamiento de un grupo del ERP de agosto de 1974. La querella comparó su testimonio con el del “fusilado que vive” de José León Suárez –recogido por Rodolfo Walsh en Operación Masacre– o los sobrevivientes de la Masacre de Trelew. “Vi caer al primer joven que salió con las manos en alto y a una queriéndose cubrir la cara y vi caer a cuatro más. Ahí –soy sincero–, me hice para atrás, no quise seguir mirando, me alejé unos metros”, explicó. “Lo que me sorprendió es que yo estaba prestando servicios, era un soldado, y a nosotros nos enseñaban que ante un paracaidista había que esperar que llegue a tierra para matarlo en caso de guerra; si lo mataban en el aire era un fusilamiento. En caso de guerra, había que tomarlos prisioneros, todo eso me vino a la cabeza, porque si se rindieron, ¿por qué los matamos?, ¿por qué no los tomamos prisioneros?”

José Gambarella estuvo sentado por un hora en la sala del juicio en Catamarca. La causa fue compleja durante la instrucción porque los fusilamientos se produjeron antes del golpe de Estado. Pese a que ya había pasado Trelew, la lógica judicial pedía que las pruebas demuestren que éste no era un hecho aislado sino parte del plan de aniquilamiento estatal y, por lo tanto, un crimen de lesa humanidad, imprescriptible. Esto es otro de los ejes que intenta probar este juicio: además de los fusilamientos, el contexto. En ese sentido, el testimonio de Gambarella también fue importante porque su relato, estremecedor, incluyó el momento en el que él mismo empieza a ser perseguido por aquel acto de humanidad.

Los fusilados pertenecían a la Compañía del Monte Ramón Rosa Jiménez, del PRT. El sábado 10 de agosto, un colectivo con unos 47 integrantes que viajaban desde Tucumán llegaron a Banda de Varela, a unos siete kilómetros de Catamarca. Estacionaron a unos cien metros de la ruta. Mientras esperaban un vehículo con armas fueron descubiertos y tiroteados por la policía. El grupo se desbandó. Una parte se fue a Tucumán y salvó la vida; otro grupo se internó en medio del monte desprovisto de todo, con hombres heridos.

El lunes 12 de agosto, Gambarella llegó a Banda de Varela con su compañía. “Nos informaron cuál era el motivo por el que estábamos ahí, que se iba hacer un rastrillaje interno, casa por casa, en el cual nos tocó avanzar a nosotros. Tres horas habremos hecho de recorrido hasta que llegamos a Aguas Coloradas.” Desorientados, preguntaron a un sargento cómo salir a la ruta. Cuando salieron eran las 12 del mediodía del lunes, estaban a un kilómetro de Capilla del Rosario y en la ruta estaba la plana mayor del Ejército. Entre ellos, Carlos Carrizo Salvadores, jefe del Operativo y acusado en este juicio. Según Gambarella, “parecía que ya tenían información de dónde se encontraban ocultos estos guerrilleros, porque formaron grupos para ir a buscarlos. Así, salimos aproximadamente a la 1 de la tarde, habremos caminando unos 200 metros y nos informan que teníamos que regresar porque el camino era incómodo para ascender y descender. Se informó que ya llegaban helicópteros por vía aérea, que iban a tratar de reconocer la zona. A los 20 minutos aparecieron los helicópteros; venían de la parte oeste hacia la ruta”.

Los helicópteros hicieron el reconocimiento hasta localizar al grupo de guerrilleros. Volvieron y organizaron la tropa. Había varias compañías, “estábamos todos entreverados”, dijo Gambarella: “Lo que recuerdo es que se pedía que sean oficiales o suboficiales del Ejército los del enfrentamiento”. Avanzaron y subieron unos cien metros de la quebrada. Ahí vio a “un señor, me acuerdo que tenía parada porteña, con capacidad como para estos sucesos, como si tuviera el mando”. El grupo “en el que andaba yo quedó unos treinta metros para abajo. Ahí se escucharon unos disparos y a los cinco o seis minutos observé que salían unos jóvenes. Tenían la misma edad nuestra, teníamos 20 años”.

Salieron “con las manos en alto y ahí se produjeron los disparos. Pude ver a uno de ellos, pero por la forma en que salía no presté atención de dónde se disparaba, aunque sí observe a este hombre, que por los movimientos de fusil daba la impresión de que estaba disparando. Y vi caer primero al joven que salió con la mano en alto. Vi que se cubrió cuando lo mataron, vi caer a cuatro más y ahí –soy sincero– me hice para atrás”. Treinta minutos después les pidieron “colaboración” para levantar los cuerpos que estaban destrozados. “Yo recuerdo que después llegó el helicóptero; la única forma que había era cargarlos para poder volver a llevarlos a la ruta. Yo ayudé con este cuerpo nada más, que estaba entero, pero ensangrentado, con varios balazos. Luego regresamos a la ruta donde se encontraban algunos otros de los que se trasladaron a la Capital.”

Los cuerpos quedaron tendidos en la ruta, algunos durante horas, otros hasta el día siguiente. Varios estaban irreconocibles. “Recuerdo que se los trataba creo que peor que un animal, para sus traslados, para todo lo que había que hacer con ellos. Como uno era católico, quería tratar de levantar un cuerpo como se debe levantar a una persona, y parece que todo eso estaba mal porque la orden que teníamos era de matarlos a todos. Soy consciente de que, de enfrentarme con ellos, quizá también yo disparaba, porque me tenía que defender, pero no matarlos a todos de la forma en la que se los mató.”

–¿Tenían armamento los integrantes del ERP? –preguntó una querella.

–El día que los mataron solamente vi dos o tres pistolas calibre 22 o 22 largo, sin municiones.

–¿Los jóvenes dijeron algo?

–Uno de ellos gritaba que no lo mataran, que se entregaba.

–¿Los traslados se hicieron ese día?

–Creo que esa tarde unos cuantos, y al otro día a todos, porque iba a quedar un grupo cuidando y me acuerdo de que nadie se quería quedar.

Los acusados

Gambarella explicó que “el capitán” Salvador Carrizo “dio la orden del operativo” desde Valle Varela, donde les dijo que los guerrilleros “eran unos delincuentes que había que matarlos a todos, y si era posible traerlos en la punta del sable bayoneta y dejarlos ahí”. Carrizo siguió todo el operativo “siempre en la ruta”. Era la persona “a la que había que darle toda la información de lo que sucedía, paso a paso, lo que se iba haciendo”. En la quebrada, situó al “subteniente (Mario) Nakagama”, uno de los hombres con los que “nos sentíamos seguros porque era un subteniente bien instruido, sabía bien, conocía la zona, se daba cuenta de todo”. Cree que fue la persona que encendió el helicóptero para hacer el patrullaje y localizar a los guerrilleros, “pero todo se lo informaba a Carrizo”. Por último, en el relato ubicó al “porteño”: Jorge Acosta, uno de los jefes operativos, poco conocido en Catamarca, pero acusado en este juicio, recordado en La Perla como torturador, con dos condenas a perpetua en Córdoba, donde es juzgado nuevamente.

SUBNOTAS

La Madre que seguirá alumbrando

MURIO LAURA BONAPARTE

LAURA BONAPARTE   “Representaba la inteligencia, la apertura, la militancia, la locura.”

 

Fue una Madre de Plaza de Mayo con voz singular y también pionera con su conciencia feminista en la atención mental de las mujeres. Pero, sobre todo, encarnó la alegría para los que la conocieron.

 

Por Marta Dillon

Sería un consuelo creer que ese inmenso recorte de su familia que extrañó por tantos años está afinando sus instrumentos para tocar la canción de la alegría por el próximo abrazo tan deseado. Sería un consuelo pensar que hay cielo donde Noni –Aída Leonor– acaricie el piano, “Irenita” rasgue el arpa y Víctor el violoncello; un cielo donde esos tres hijos que le hicieron cuestionarse su condición de madre cuando ya no estaban, cada uno y cada una con sus parejas y su padre, Santiago Bruschtein, estén tendiendo la mesa para recibirla con un buen vino y buena comida, esta vez no hecha por Laura Bonaparte, esa mujer alta y hermosa como una Venus cuya sonrisa su nieta Victoria dice que va a llevar como bandera. Sería un consuelo creer, pero ella misma lo echaría por tierra. No hay cielos en los que refugiarse de su ausencia, ahora que su cuerpo dijo basta, 88 años después de su nacimiento en la entrerriana Paraná. Ahora que ya no va a estar para llenar de vida incluso los momentos más trágicos. Hay, en cambio, el deber de memoria. Hay, en cambio, la memoria como un fulgor, como una antorcha, como el alivio de una carcajada como las que ella sabía regalar a pesar de su pecho siempre cargado con las imágenes de sus ausentes, y en ellos y en su pañuelo de Madre de Plaza de Mayo la imagen y la memoria de todas las injusticias que supo denunciar.

Laura Bonaparte, la Madre de la voz singular y paradigmática, la mujer que en su historia personal cargaba la historia de un país, murió ayer y en los ritos de su despedida los pañuelos que enjugan las lágrimas no dejan de ser estandartes de una lucha que continúa. Hija de un juez socialista que le abrió la puerta a su primera militancia alfabetizando a personas detenidas en la cárcel de Paraná cuando era adolescente, esposa y madre de cinco hijos –uno de ellos fallecido a poco de nacer–, psicóloga recibida mientras ponía a sus chiquitos a amasar escones en la mesa de la cocina, a Laura Bonaparte no la parieron sus hijos como se suele decir de la génesis política de las Madres de Plaza de Mayo. Ella los parió, a todos y a cada uno. Ella, siempre dueña de su voz y su pensamiento sin atarse nunca a lo que imponía ningún sentido común, fue capaz de divorciarse cuando todavía parecía un pecado vergonzante y de continuar aquello que había aprendido casi al mismo tiempo en que sumergirse y desafiar a nado las aguas del río Paraná le entregaba la conciencia de su cuerpo, de lo que el cuerpo tiene para decir y que ella nunca iba a callar.

En los ‘70, cuando su familia era una fiesta, cuando en su living podía armarse una orquesta propia y los registros de tenores y sopranos se superponían para presumir que la fiesta podía empujar las paredes de la propia casa, Laura formó parte de una experiencia pionera en la atención y el fortalecimiento de la salud mental de las mujeres de clases populares que asistían al Hospital Evita, el Policlínico de Lanús, ahí donde ella empezó a bajar al territorio su conciencia feminista para favorecer la autonomía sobre el propio cuerpo, para hablar de lo que parecía impensado o todavía postergado porque había ideales revolucionarios más urgentes: el derecho a regular la fertilidad, a elegir cuándo y cuántos hijos tener o no tener.

De los cinco que ella eligió tener, sólo uno de ellos acompañará su cuerpo esta mañana. Luis, el mayor, el que de alguna manera le salvó la vida cuando le pidió que viajara a México cuando ya habían matado a Noni, dos meses después de haber parido a su nieto Hugo, y antes de que secuestraran a su primer marido, a “Irenita” como llamó siempre a su hija menor, al marido de ésta, antes también de que acribillaran a la pareja de Noni. Todos esos nombres y sus fotos se colgaba del pecho en su exilio mexicano, cuando supo entablar relaciones solidarias y de trabajo conjunto con el feminismo para pedir no sólo por las crueldades de la dictadura argentina sino también por los torturados en Filipinas o en América Central porque ella siempre supo que su lucha no era una lucha de entrecasa, aunque esa casa fuera un país entero sino una lucha por todos los oprimidos y contra todas las opresiones.

“La inteligencia, la apertura, la militancia, la locura”, dijo Lita Boitano, de Familiares de Detenidos y Desaparecidos por razones políticas, anoche para describir a su amiga y en esas palabras que se atropellan caben desde el recuerdo del primer congreso feminista que se celebró en el país, en los ‘80, adonde viajaron juntas para maravillarse del encuentro con tantas y diversas mujeres, esos días en los que Laura se metió al mar levantándose las polleras hasta la cintura “porque total no usaba bombacha”, hasta la descripción cruda de la lucha de las Madres que hizo enmudecer a más de uno cuando planteó diferencias que todavía se decían en voz baja, cuando alertó a sus compañeras recordándoles que las víctimas eran sus hijos y no ellas mismas.

La socióloga María Pía López recordaba anoche también su sorpresa cuando la entrevistó un día y escuchó de su boca la persistencia en el deseo de felicidad aun en la noche oscura de la dictadura cuando se iba a dormir sola con su nieto Hugo, al que crió, permitiéndose llorar solamente cuando los domingos volvía de la ópera, tal vez porque en esos momentos las voces de los hijos que le faltaban le resonaban en el cuerpo, ese territorio soberano que siempre juega sus propias pasadas.

Fue joven a los 40 y a los 50 y a los 60 y siguió siendo joven hasta pasados los 80 cuando llegó por fin el momento en que alguien –una periodista francesa, Claude Mary– escuchó su relato y lo transformó en un libro que, aunque se lea con un dolor que pone el corazón en puño, no deja de iluminar con su ejemplo. “¿Soy madre de mis hijos ahora que ellos no están? ¿Sigo siendo madre porque Luis sobrevivió?”, es capaz de preguntarse sin santificar ningún rol, ninguna experiencia. “Sé que cuesta escucharlo, pero no hay madre si no vive más el hijo o la hija (…) Se la nombra ‘madre de desaparecido’ en un lenguaje que la nombra al mismo tiempo que la despoja.” Ella, despojada, nunca se ancló en lo que le quitaron, nunca lograron encerrarla en ese “espacio donde la muerte ronda la derrota”. Por eso siguió atendiendo pacientes, bailando con cualquier música para apropiarse de su alegría, festejando la aparición de una agrupación como Hijos al punto de desvalijar su propia casa para que éstos pudieran montar su propia sede. Fue capaz, como recordó Lohana Berkins anoche, de encadenarse junto a un centenar de travestis que pedían el fin de la represión que en los ‘90 les causaba cárcel y tortura cotidiana aun cuando en ese gesto de valentía casi la aplastan las militantes con sus movimientos exaltados y supo reírse con ellas de cómo fraguaban la huelga de hambre que proclamaban comiendo a escondidas unos sanguchitos que habían comprado poniendo cada una dos pesos de su bolsillo.

Laura nunca fue víctima para sí misma aunque quisieron convertirla en eso. Aunque el dolor la hubiera golpeado sin pausa y sin clemencia. Sabía que en la lucha había una alegría que podía compartir, que ponerse a disposición de otros era algo que la dejaba seguir moldeando ese cuerpo ágil y esbelto, esa sonrisa a prueba de todo, esa valentía que le permitió una vez, en un escrache de la agrupación Hijos, cuando terminaban los ‘90, partirle una pancarta en la cabeza a un esbirro de la represión para defender a los jóvenes que la rodeaban. Terminaron quebrándole un brazo, pero no la voluntad. Y después de eso siguió participando de escraches y supo salir de la represión que se ensañó contra la facultad de Sociales, después de haber denunciado dónde vivía gozando de la impunidad de esos años, Miguel Etchecolatz, el genocida de la Policía Bonaerense. De allí la sacaron dos travestis de tacos y labios rojos que se limpiaron la boca mientras ella se sacaba el pañuelo, porque ambas cosas eran signos de luchas hermanas.

Laura Bonaparte fue la primera en reivindicar al predio de la ESMA para el pueblo cuando el gobierno de Carlos Menem intentó privatizar ese inmenso terreno. Junto a Graciela Lois, de Familiares de Detenidos-desaparecidos por razones políticas, puso un recurso de amparo que impidió esa maniobra y además la llevó de paseo a un programa de televisión donde se enfrentó con una abogada a la que le tiró del pelo mientras le decía a Lois por lo bajo: “¡Mirá vos, yo creí que tenía peluca!”. Lois lo cuenta y se ríe, como se ríen y lloran sin dejar que la tristeza sea vencedora, cada una de las personas que acercan una anécdota. Porque si su familia era una fiesta, ella supo convertir en fiesta cada espacio de militancia, de reflexión, de lucha, sea por el juicio y castigo o por el derecho al aborto.

“No somos madres míticas, solamente mujeres desesperadas que llegamos a la defensa de los derechos humanos por sufrir un dolor sin nombre”, decía Laura para humanizar todavía más ese pañuelo blanco que seguía reivindicando y que anoche la seguía acompañando, aunque sólo los restos de su cuerpo estuvieran ahí, hablando de todos modos, dejándose acompañar por las fotos que fueron poniendo en la pared, ahí donde no había cruces ni signos religiosos, sino testimonio de una vida que se agradece y que aun cuando se haya apagado en sus signos más terrenos, seguirá alumbrando, seguirá alumbrando.

 

http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-222952-2013-06-24.html

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.