El periodismo mercenario argentino y el Caso Lanata
Lanata ha hecho un increíble borrón con los argumentos que desarrollaba antes del 2010. Y eso, que es motivo suficiente para reprocharle su falta de coherencia y para hacer altamente sospechoso el viraje, no es lo único que va distinguiéndolo. Su habla se vuelve cada vez más procaz e hiriente; su catarata de guano verbal no perdona edad, situación, trayectoria o sexo de los elegidos a la hora de propinarle el golpe. Las denuncias que desparrama a diestra y siniestra no resisten verificaciones, pero cumplen con el fin de impactar, no de esclarecer. El daño principal que origina es, precisamente, la distorsión del criterio de su audiencia; induce a dar por real lo que él informa, quitando cualquier margen de investigación posterior. Si se comprueba la mentira de lo que él afirma, eso no altera el objetivo que se le dio, porque sucede fuera del ámbito de impacto (los medios de Clarín se esmeran en coordinar los silencios y los chillidos) y fuera del tiempo indicado para que sucediera (al día siguiente ya habrá otra noticia de la misma calaña).
Para que el mecanismo usado por Lanata funcione, requiere de una audiencia específica. Su cloaca teatral va dirigida a dos grupos: los que toman al pie de la letra los argumentos y los que al escucharlo escuchan lo que deseaban escuchar. El primer grupo acepta lo que se le dice y asume una posición acorde con lo que oye (se horroriza del supuesto desorden, de la supuesta corrupción, de las supuestas grandes canalladas gubernamentales) luego de recibir la información incuestionada; es el grupo en el que más daño hace; el segundo grupo tiene posición tomada antes de recibir la información, ésta le afirma sus convicciones y le alimenta el rencor. Al primer grupo lo adoctrina; al segundo, lo halaga. El método lanatiano posee una ventaja en sí mismo: puede tirar sobre la mesa cualquier afirmación, por absurda que sea. Así, por ejemplo, que el Vicepresidente de la República se habría comprado un traje de cuatrocientos mil pesos a fin de asistir a la coronación de los nuevos reyes de Holanda (¿qué traje vale cuatrocientos mil pesos en este año 2013? ¿Tiene hilos de oro y botones de diamantes? ¡Un poco pesado y ridículo!); o que la ex secretaria de Néstor Kirchner afirmó haber oído hablar de idas de funcionarios desde la Casa de Gobierno a la Residencia Presidencial de Olivos, cargados con bolsos de dinero (¡en la era de las transferencias electrónicas, suena a serie de la década de los ’60!); o que en la casa particular de la Presidenta Cristina Fernández habría una bóveda secreta en donde se guardarían millones de euros, dólares y quién sabe cuántas monedas valiosas más (¡eso también es de serie mala y antigua, en una época con sistemas de cuentas cifradas en bancos extranjeros!);o anunciar, con cara fúnebre y música idem, una inminente irrupción del estado para acallarlo (y al no producirse, afirmar que los “periodistas libres” le torcieron el brazo al “totalitarismo”); o -¡la máxima!– que el dinero manejado en las supuestas transacciones de funcionarios corruptos ya no se cuenta, ¡se pesa! (como si un billete de dos pesos no tuviera el mismo gramaje que uno de cien); o insultar indirectamente al Presidente del Uruguay, diciendo que permite o –en el mejor de los casos– ignora la incontrolable fluencia de millones de dólares a su territorio de parte de los funcionarios argentinos.
Hay que reconocer que Jorge Lanata, a través de su programa televisivo, cumplió finalmente con el sueño que sus berrinches con colegas de cámara o micrófono y sus paquidérmicos bailes sobre el escenario del teatro Maipo delataron: ser una completa vedette. Amén de los imaginables buenos ingresos, el hecho de que una masa de espectadores aguarde sus insultos y sus acusaciones ha de proporcionarle un bienestar concreto. Pero es sabido que las vedettes a menudo llegan a serlo a cambio de ciertas concesiones. Lanata, evidentemente, concedió la ética. Eso que se mueve ante las cámaras, eso que abre la boca para zezear escatologías, no es un periodista, ni siquiera un mal publicista; es un actor de varieté, ajeno a cualquier noción de respeto o de lealtad a lo que no sea el origen de sus ingresos. Su futuro, en cuanto hombre de los medios, queda preso de esta figura agresiva, prepotente y burlona.
Y el análisis del trabajo de Lanata no debe quedar en la anécdota que él mismo proporciona, sino trascender a un contexto más amplio. La última elección venezolana en donde Hugo Chávez fue candidato –enfermo, ausente, o quizá más presente que nunca– reveló una arista nada bufonesca en las idas y venidas del grueso animador argentino. Su comedia de la detención al entrar en Venezuela (provocó un incidente con las fuerzas de seguridad y se hizo demorar), con el eco previsible en los medios clarinistas argentinos y derechistas de toda América, permitió comprobar que es una herramienta de la selecta casta interamericana de los empresarios manejadores de información, ese grupo funcional a la alta política estadounidense, que se encarga de disciplinar a América Latina para que siga siendo el manso patio trasero de la potencia norteña.
A Lanata no le toca ser, a ese nivel, un vocero tan prestigioso como Mario Vargas Llosa o como José María Aznar; no le alcanza ni la preparación ni el talento; se le asigna el papel de segundón. Pero no es menos peligroso en dicho lugar. Al tener el respaldo de semejante red, el daño que hace adquiere otro volumen, sus espaldas tienen otros cuidadores. La contraofensiva de Estados Unidos para anular la rebeldía de la Unasur, del Alba, del Mercosur y de cuantos intentos surjan en el mismo derrotero, ya se inició. Como sucediera en la década de los ’70, el argumento es la defensa de la “libertad de expresión”, el peligro de los gobiernos “populistas”, la “corrupción”, la “inseguridad”. Los Lanatas se encargan del trabajo chico de piqueta en sus respectivos países; hay que sembrar el miedo, la zozobra, la sensación caótica. Del río revuelto siempre los pescadores sacan ganancias, y la primera es que una sociedad atiborrada de angustia acepta cualquier cadena, siempre que le dé la ficción de tranquilidad.
Juan José Oppizzi es escritor argentino.
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